El mandatario norteamericano ha entendido —antes que nadie— que gobernar ya no es solo administrar, sino emocionar

Análisis Ignacio Foncillas
04/05/2025 Actualizada 11:408

Han bastado cien días para confirmar lo que muchos intuíamos: el regreso de Donald J. Trump a la Casa Blanca no es una reedición, sino una revolución. Su llegada no fue un accidente. Fue el resultado del fracaso absoluto del establishment americano hasta un grado inusitado —dos guerras no ganadas en menos de 25 años, dos crisis financieras, una frontera porosa cuan gruyere, un estado administrativo fuera de control y una cultura woke impuesta desde arriba que rechazan la inmensa mayoría de los ciudadanos norteamericanos—. La nación despidió a sus élites por abandono en el puesto de trabajo y un cierto tufillo de arrogancia elitista. Y llegó Trump.
Cien días después, para sus detractores, estos tres meses han sido un caos populista; para sus seguidores, una restauración necesaria. Para quienes observamos, son una mezcla compleja de aciertos, riesgos calculados, errores manifiestos y todos ellos con muchas pasadas de frenada. Entre estas últimas, la peor es la falta de respeto al estado de derecho y al debido proceso. Más allá del éxito o fracaso de sus políticas a largo plazo, este es, en mi opinión, el talón de Aquiles que puede hacer que Trump pase a la historia no como un reformista estilo Reagan, sino como un tumor en el sistema.
Los vectores de Trump 2.0
Trump llegó en su nueva versión con un mandato claro: En el plano domestico, cerrar la frontera a la inmigración ilegal; destruir el mundo woke; y cargarse el estado administrativo. En el plano internacional, su mandato era frenar a China e Irán y sacar a Estados Unidos del jaleo de Ucrania sin perder la vergüenza en el proceso. En el plano económico, desregular la economía, sobre todo en el área de la energia y las regulaciones climáticas, parar la inflación desbocada y reindustrializar el país, re-equilibrando la balanza de pagos y reduciendo el deficit. Y lograrlo todo antes de las elecciones de mid-term, para consolidar su mayoría y preparar la sucesión republicana. Pero necesita que todo esto pase el filtro de la judicatura federal.
A día de hoy, los resultados son, en el mejor de los casos, mixtos. Pero el jurado todavía está deliberando.
Lo bueno
El control de la frontera sur ha sido la prioridad más visible y exitosa de Trump. En su primer día, firmó una orden ejecutiva que reasignó 2.700 millones de dólares del Departamento de Defensa para continuar la construcción del muro fronterizo, un proyecto que simboliza su compromiso con la soberanía nacional. Además, desplegó 10.000 efectivos de la Guardia Nacional en Texas, Arizona y California, y eliminó la política de «catch and release», reemplazándola con detenciones obligatorias y deportaciones inmediatas para inmigrantes ilegales sin antecedentes penales. Según el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), los cruces fronterizos cayeron a 8.450 en febrero de 2025, el nivel más bajo en 25 años. Las encuestas, como una de Rasmussen Reports de marzo de 2025, muestran que el 62 % de los estadounidenses —incluido un sorprendente 45 % de votantes latinos— apoyan un control migratorio más estricto.
Las deportaciones eran otro pilar de la agenda migratoria de Trump. Ha incrementado el presupuesto de ICE en un 25 %, permitiendo redadas en comunidades con alta presencia de inmigrantes ilegales. Bajo la dirección del «zar de la frontera» Tom Homan, se han deportado a 11.000 personas en febrero de 2025, una cifra significativa pero inferior a los objetivos de campaña, que prometían millones de expulsiones. Trump, como prometió en campaña, ha utilizado la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para justificar la extradición de inmigrantes considerados «peligrosos».

Pero no todo ha sido impecable. El caso de Kilmar Abrego García, deportado por error bajo la ley antes mencionada, pone de relieve los límites de la política dura sin garantías judiciales. Defender la ley no puede significar ignorar los derechos individuales. Y las cortes federales ya le han dado el primer aviso. Primer derrape.
En el plano cultural, la batalla era clara. Deshacer la cultura woke, y sobre todo su apoyo, o imposición, desde el gobierno federal. El foco han sido las politicas LGTBI, las politicas DEI, y la influencia de la izquierda radical en las instituciones educativas americanas.
Como el que paga manda, eliminar el apoyo —o mejor dicho la exigencia— de politicas woke desde el gobierno federal, ha sido raudo y veloz. El que no cumpla con las nuevas normas, no cobra. Acto seguido, se han eliminado todos los requisitos DEI de las empresas contratistas del gobierno federal ipso facto.
El enfrentamiento con las universidades, sin embargo, ha sido más polarizante. Trump ha acusado a instituciones como Harvard y Columbia de promover el antisemitismo y el «wokismo», cortando 400 millones de dólares en fondos federales para Columbia y 2.200 millones para Harvard. Bajo la nueva secretaria de Educación, se han iniciado auditorías para evaluar el cumplimiento de las universidades con principios de libertad académica y pluralismo ideológico. Además, se han detenido a líderes estudiantiles extranjeros en protestas pro-palestinas, invocando nuevamente la Ley de Enemigos Extranjeros.
Algunas de estas medidas son un intento legítimo de desmantelar monoculturas ideológicas que han convertido a las universidades en bastiones ultra-izquierdistas. Sobre todo, considerando que el presupuesto de estas universidades, supuestamente privadas, dependen sobre-manera del Gobierno federal. Mas allá de ello, y esto es tema de discusión, la Administración Trump ha cuestionado el estatus de exención de impuestos de estas instituciones. Dicho por un amigo de la administración, «Harvard es un fondo buitre que tiene actividades educativas como un leve corolario a sus actividades inversoras». El hecho que el fondo de administración de la universidad sea de más de 53.000 millones de dólares, con un presupuesto anual de 6.500, de los cuales más de 4.000 provienen de las actividades de inversión, por lo menos suscita el debate.
Sin embargo, la intervención estatal en la academia es problemática, especialmente cuando se acompaña de medidas que bordean la censura o la persecución política. La falta de transparencia en los procesos contra estudiantes y profesores alimenta las acusaciones de autoritarismo, un riesgo que preocupa a quienes valoramos el estado de derecho y la libertad académica. La intención de intervenir en la libertad académica de cada institución excede por mucho los limites que debe haber entre una administración publica y entidades educativas privadas. Afortunadamente, el mercado educativo norteamericano tiene otras opciones. El presidente debería permitir, aquí como en otros campos, que el mercado opere. Si no, está pecando de lo mismo de lo que culpa a sus antecesores.
Lo no bueno, pero tampoco malo
La motosierra de Musk con respecto al gasto federal era otro de los pilares de Trump 2.0. A través del Departamento de Eficiencia Gubernamental, liderado por Elon Musk, se han eliminado 15.000 empleos federales y recortado locuras como USAID y subvenciones a ONGs internacionales. Sin embargo, el déficit presupuestario sigue en 1.8 billones de dólares y los logros del astronauta de Marte son, de momento, marginales desde un punto de vista macro.
La desregulación sigue siendo una asignatura pendiente. Cierto es que en el ámbito energético y del campo se han eliminado muchas de las regulaciones nazi-climáticas de la Administración Biden, y ese sector de la economía está empezando a florecer, con la consiguiente reducción de costes energéticos, que permea todos los sectores. Asimismo, medidas como la reducción de impuestos a pequeñas y medianas empresas, aprobada en febrero de 2025, han dinamizado la economía. Según el Departamento de Trabajo, se han creado 200.000 empleos en el sector industrial en marzo y 177.000 en abril, por encima de todas las predicciones.

Pero todas estas medidas se ven subsumidas por la política de aranceles, de las que hablaremos luego. Está claro que estas políticas reflejan un enfoque de estimular el crecimiento desde el sector privado, a través de la desregulación, y si Dios quiere, con la reducción de impuestos cuando el congreso decida salir de la cama. Pero la falta de una reforma estructural del gasto público deja la promesa de un gobierno más pequeño como una asignatura pendiente. La montaña rusa de la política arancelaria crean tanto desconcierto —de momento— que hay que esperar hasta ver su impacto a largo plazo.
Trump está aplastando a los hutíes en Yemen, reafirmado su apoyo a Israel y dejado claro que no hay espacio para medias tintas con Hamás o Hezbolá. Con Europa, ha cumplido su amenaza: o pagan por su defensa o se las arreglan. No es diplomático, pero tiene razón. El modelo de bienestar financiado por el paraguas militar de EE. UU. es insostenible. Trump ha forzado el espejo. Que no guste el reflejo, no invalida la realidad.
Con Ucrania y Rusia, el inicio fue turbio. Aunque en los últimos días parece estar hartándose de su amigo Vladimir, los primeros meses han demostrado una política cuasi-obscena de forzar la sumisión de Ucrania a los intereses del Kremlin. Solo a través de la conducta casi más irresponsable del dictador de Moscú, parece que la balanza esta empezando a reequilibrarse. No cabe duda de que la firma del acuerdo de tierras raras con Ucrania cambiará la balanza. No esta claro si es lo suficiente para forzar a Putin a la mesa. Lo que sí esta claro, es que el compadreo con el dictador moscovita ha debilitado seriamente la imagen del presidente y su standing a nivel internacional.
Lo malo
Donde estamos ante otra pasada de frenada es en el otro ámbito esencial de las relaciones EEUU – resto del mundo: los aranceles. La guerra comercial iniciada por Trump con el mundo no esta exenta de razón en el fondo. Pero en las formas ha logrado alienar a casi todos los aliados históricos de los EEUU. Sus esfuerzos iban claramente dirigidos a reestablecer equilibrios comerciales en general, pero al tiempo a desacoplar la economía norteamericana de la ubre de la vaca China. Pero en este campo es donde es ineludible aceptar que las formas importan.
Las tablitas en el Rose Garden, como si se tratase de Moisés descendiendo del monte Sinaí con las tablas de Yahvé, fueron impresentables, pero sobre todo, indignas de un presidente norteamericano. Las consecuencias de una presentación tan caótica no se hicieron esperar. La incertidumbre que generó el anuncio, o casi peor, el consiguiente «ahora si, ahora no» de las siguientes semanas, crearon un caos en los mercados de renta variable y de bonos, que, al contrario que todos los otros indicadores, esta vez si asustaron a la Administración Trump y le hicieron recular. Temporalmente, pero reculó.
Trump podría haber logrado transmitir su mensaje a sus aliados europeos, norteamericanos, japoneses y coreanos sotto voce, sin forzar las humillaciones públicas a las que ha sometido a sus aliados históricos, y que probablemente tendrán consecuencias de largo plazo. Probablemente logrará sus objetivos arancelarios —mucho mas modestos que sus posicionamientos iniciales— pero el coste a largo plazo con respecto a la seguridad y la confianza que tiene el mundo en EE.UU. se harán ver a largo plazo.
Con respecto a China, la batalla esta abierta. Como he dicho en otras ocasiones, creo que China tiene mucho más que perder que los EEUU. Sigo convencido que ello forzará a los gerifaltes de Pekín a negociar. El resultado final no será perfecto, pero tendrán que abrir algo mas su mercado doméstico, tendrán que aceptar tarifas modestas a largo plazo por sus políticas de dumping y verán como los grandes productores internacionales diversifican su producción de China a otras naciones del sudeste asiático para evitar el cierre del mercado norteamericano. Pero esta no es solo una batalla comercial. Es una batalla por la hegemonía. La ventaja de Pekín es que, siendo una dictadura, juega sus cartas a largo plazo. La desventaja es que, sin el mercado norteamericano, no puede resistir mucho tiempo. Y la desventaja real y de largo plazo de China es la planificación central. Tiene ventajas a corto plazo, pero antes o después, los planificadores centrales meten el cuezo. Y ahí colapsa la casa de naipes. China tiene problemas serios en el corto plazo. Sobre todo, en un periodo donde su economía ya estaba dando síntomas de cansancio y con un sector inmobiliario sostenido solo por deuda pública. Pero el problema chino es, sobre todo, en el largo plazo. Sin los 823.000 millones de dólares que el resto del mundo le financia anualmente, el sistema colapsa. Con su sobrecapacidad productiva, no puede aguantar mucho tiempo. A no ser que europa le eche un cable.
Lo feo
Lo realmente inquietante del segundo mandato de Trump no es lo que ha hecho, sino como lo ha hecho y, sobre todo, lo que ha normalizado. En apenas tres meses, hemos visto cómo se diluyen los límites entre la política y el espectáculo, entre el gobierno y la marca personal. Trump ya no es solo presidente; es un fenómeno, una narrativa envolvente que absorbe la realidad, la moldea y la escupe en forma de «verdad alternativa».
El culto a la personalidad ha sustituido al debate ideológico. Las ruedas de prensa son shows, los nombramientos son reality castings, y las decisiones de Estado se anuncian en X. En esta estética del caos, la lógica institucional se desvanece. ¿Quién redacta los decretos? Nadie lo sabe, y —lo más grave—cada vez a menos gente le importa. Esta situación me recuerda mucho a una versión evolucionada de otro señor que gobierna un país, de cuyo nombre no quiero acordarme y cuyo apellido empieza por S.
La prensa, por su parte, ha perdido el norte. En su obsesión por desmentir a Trump, ha terminado por confirmar su tesis: que son parte del «enemigo interno». CNN ha pasado de canal serio a máquina de escándalos, y The New York Times parece más interesado en desmontar memes que en fiscalizar al poder. Y no hablemos de las cabezas parlantes de las tertulias en todo el mundo. Al final, Trump ha logrado lo que quería: ser el centro absoluto del tablero, el sol alrededor del cual orbitan sus detractores. Y, al tiempo, que sus defensores no se fíen de cualquier fuente intermediada. Yo mismo he decidido que, con Trump no me fio nada de lo que me dicen, algo de lo oigo, y solo de lo que veo.
El Congreso ha quedado reducido a un foro de influencers políticos ansiosos de que les inviten a la siguiente tertulia televisiva, o a la «experiencia de Joe Rogan», como se demuestra la ausencia de actividad legislativa en los últimos tres meses. La oposición sigue lamiéndose las heridas de una derrota que todavía no logran comprender. Y muchos republicanos, resignados o seducidos, prefieren adaptarse a la marea trumpiana para que no les caiga el peso de Don Donald. El resultado: una clase política que ya no gobierna, actúa. Esta es quizás la mayor perdida. Se puede, y se debe, discutir racionalmente sobre los limites del poder ejecutivo, la habilidad del legislativo de aislar a agencias independientes del poder del presidente, o sobre los límites territoriales de los jueces de primera instancia, todo ello, sin parecer ser el matón del barrio. Y no es una crítica meramente estética. Las formas importan en el ejercicio del poder. Como nos decía un viejo profesor de finanzas en la universidad, «money talks, wealth whispers» (el dinero habla, la riqueza susurra).
Y sin embargo, en esta distopía de memes, decretos exprés y gorras identitarias, algo profundo está ocurriendo. Trump está redefiniendo no solo la política americana, sino el rol del Estado en la era digital, desintermediada y sin filtros. Ha entendido —antes que nadie— que gobernar ya no es solo administrar, sino emocionar. Además, siguiendo a pies juntillas la doctrina de Rahm Emanuel, utiliza cada crisis para forzar otro cambio u otra vuelta de tuerca en cada conflicto con la oposición. Para bien o para mal, este nuevo paradigma lo ha cambiado todo.
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