La previsible victoria rusa en Pokrovsk no necesariamente es una derrota ucraniana, como no fue una derrota española la pérdida del fuerte de San Fernando de Bocachica en Cartagena de Indias, tomado al asalto por las tropas del almirante Vernon
07 nov. 2025 – 04:30114
Veintiún meses después de su comienzo, la batalla de Pokrovsk parece próxima a finalizar. Los mapas del frente que se publican en los medios especializados sugieren que, aunque Putin mentía cuando declaró que la ciudad estaba cercada, la defensa se complica cada día un poco más.
Desde la perspectiva que da la distancia —no necesariamente acertada porque no es fácil valorar los aspectos morales desde el sillón de un cuarto de estar— yo diría que queda mucha guerra por delante y que no debería Ucrania sacrificar recursos adicionales en defender Pokrovsk más de lo razonable.
Los analistas tácticos, tanto los rusos como los occidentales, coinciden en que la lucha en las calles de la ciudad, de poco más de 60.000 habitantes antes de la guerra, se parece muy poco a la de Bajmut, la última ciudad conquistada por las fuerzas de Putin hace ya dos años y medio. La artillería, que había sido decisiva en Bajmut, ha cedido el papel protagonista a los drones. Los asaltos frontales han sido reemplazados por infiltraciones de pequeños grupos de dos o tres soldados. Lo que no ha cambiado, sin embargo, es el precio que la infantería rusa ha de pagar por cada kilómetro de terreno ocupado.
En Bajmut fue la compañía Wagner la que puso la mayoría de los muertos. Poco después llegó su rebelión. Pero ahora el que sangra es el Ejército ruso, una institución sólida de cuya lealtad no cabe dudar. Seguirá atacando hasta que quien esté en el poder le ordene lo contrario, y nadie debería buscar ahí el talón de Aquiles del régimen de Putin.
Y ahora, ¿qué?
Hace ya más de dos años que Kiev despertó del hermoso sueño de repetir en Zaporiyia los éxitos de Járkov y Jersón. Desde entonces, su estrategia solo ha podido ser una: la de intercambiar espacio por tiempo para esperar a que la guerra, imposible de ganar en el terreno táctico, se decida en el nivel político. Con ese marco como referencia, Pokrovskya ha aguantado más de lo esperado, aunque parte del mérito debe apuntarse a la incursión de Kursk, que obligó al Kremlin a centrarse en la defensa de su territorio y, a pesar de la ayuda norcoreana, retrasó el esfuerzo en el eje que su Ejército, acertadamente, considera prioritario.
Desde esa perspectiva, la previsible victoria rusa en Pokrovsk no necesariamente es una derrota ucraniana, como no fue una derrota española la pérdida del fuerte de San Fernando de Bocachica en Cartagena de Indias, tomado al asalto por las tropas del almirante Vernon. Es probable que los siguientes meses, los siguientes años, veamos en Ucrania más de lo mismo: nuevos nombres de ciudades, quizás nuevas tácticas —siempre dependientes de quien haya dado el último salto tecnológico en la guerra de los drones— y, seguramente, la misma incompetencia operacional, de la que es medida la capacidad de rentabilizar los éxitos en el campo de batalla para romper el frente de forma decisiva.
Una carrera larga
Desde que Putin y Zelenski aceptaron el desafío de una carrera larga —no porque la quieran, como defiende el rusoplanismo militante, sino porque ninguno de los dos ha podido vencer en el sprint— todo lo que ocurre en el frente tiene como principal propósito presionar al pueblo ucraniano para que se rinda y, desde las filas contrarias, menoscabar el apoyo del pueblo ruso a su dictador. Mejor perseguir estos objetivos en el frente que bombardeando ciudades, dirá el lector; y, con los convenios de Ginebra en la mano, tendrá razón… aunque Putin, por si acaso, prefiere hacer ambas cosas a la vez.
En cualquier caso, no se trata de objetivos fáciles. Ninguno de los dos. Los pueblos libres suelen resistir mucho… y los dictadores también. Nadie sabe cuánto vivirá Putin, pero a todos se nos va a hacer muy largo.
En esta carrera de resistencia, la caída de Pokrovsk quizá tenga efectos dolorosos. Habrá ucranianos que se pregunten por qué correr si no parecen llegar a ningún sitio. Sin embargo, es probable que esos efectos no sean duraderos. Cuando el pueblo agredido levante la cabeza verá que la marcha de la guerra sigue dando motivos para la esperanza.
¿Cuáles son esos motivos? Para empezar, el presidente Trump, un año después de su victoria electoral, parece haber encontrado por fin el lado de la línea en el que debe estar. No le dará Tomahawk a Zelenski —y, la verdad, tampoco importa demasiado— pero ha empezado a tomarse en serio las sanciones al petróleo ruso y, cuando atina con la causa correcta, el republicano es una fuerza de la naturaleza. Turquía, la India y hasta China están empezando a ceder a sus presiones… y la mejor prueba de que este hecho preocupa a Putin es la vehemencia con la que el frío dictador asegura que no lo hace.
Igualmente importante a la hora de analizar el horizonte a largo plazo es el fracaso de las campañas rusas contra la retaguardia de su víctima. Sí, los drones y misiles del dictador matan cada noche a un puñado de civiles, pero no es ese su verdadero propósito. Tres inviernos después, Putin no ha conseguido imponer en las ciudades ucranianas la ley del frío que, aunque la izquierda radical no tenga nada que decir sobre ella, es tan criminal como la del hambre por la que el mundo justamente critica a Netanyahu
Ni siquiera la industria de defensa ucraniana, el pretexto habitual de los bombardeos, parece haber sufrido mucho bajo el fuego enemigo. De un cero a la izquierda se ha convertido en fabricante de la mayoría de las armas que, con creciente frecuencia, devuelven la guerra a Rusia… y de algunas más que Kiev ha empezado a exportar mientras Moscú pierde mercados para sus productos.
Europa, distraída
Cuatro años repitiendo lo mismo son muchos años, y crea el lector que siento aburrirle, pero en Ucrania todo sigue dependiendo de la voluntad de los pueblos que, de grado o por fuerza, víctimas o agresores, luchan en el frente y sufren bajo los drones. ¿Resistirán los ucranianos hasta que los rusos se cansen de la guerra? Probablemente lo hagan si no les abandonamos. Pero, ya que estamos en esto, los europeos podríamos hacer algo más que darles dinero y ofrecerles solidaridad.
Cuando en el frente de Pokrovsk tanto depende de la ventaja tecnológica, ¿es razonable que, hoy por hoy, Ucrania produzca mejores drones que las grandes potencias industriales de Europa? A mí me parece que no. Algún lector dirá que es que ellos se juegan su futuro, pero ¿es que nosotros no?

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